Resulta muy relevante la suscripción del Pacto Ético Electoral por parte de los partidos inscritos y aptos para participar en los próximos comicios. Este nuevo pacto reafirma que los políticos peruanos tienen capacidad de concertar y vocación de civilidad. Por lo menos, cuando se trata de suscribir documentos.
Si en el período de gobierno que termina el próximo año hubiera primado la voluntad de concertación sobre el ánimo de la beligerancia seguramente hubiéramos logrado una Constitución satisfactoria para la mayoría de los peruanos, un ambiente político menos escandaloso y hasta una política exterior con mayor consenso. Por ejemplo, hubiéramos podido culminar la reforma constitucional que el Congreso inició bien. O convocar a una Asamblea Constituyente para estos meses finales del período de gobierno, de manera que el próximo Presidente y el próximo Congreso fueran elegidos con la nueva Carta.
No se trata de llorar sobre la leche derramada. Se trata de propiciar ahora, en mayo del 2005, a un año de las elecciones, lo que no era viable auspiciar ni en mayo de 1999 ni en mayo del 2000, porque entonces había otras prioridades. De cara a las elecciones del 2000, la prioridad era conquistar elecciones limpias y un régimen democrático, civil y honesto. Y de cara al proceso del 2001, de lo que se trataba era de tener unas elecciones ejemplares (como, de hecho, lo fueron).
Hoy, en cambio, es urgente y posible tomar por las astas y superar la contradicción existente entre los partidos que proponen candidatos y estos mismos candidatos una vez que son elegidos congresistas. Es urgente y posible pactar para lograr, por ejemplo, congresistas comprometidos, desde antes de la elección, a acabar con el voto preferencial, a cambiar el reglamento del Congreso para fortalecer a los grupos parlamentarios, a cancelar el transfuguismo, y, sobre todo, a viabilizar una verdadera reforma constitucional.
Reforma constitucional: en el Perú, como en toda América L atina, es urgente cancelar el hiperpresidencialismo que nos agobia secularmente. L a existencia de presidentes superpoderosos expresa (y a la vez fortalece) el caudillismo y el patrimonialismo que llevan a privatizar el Estado y las funciones públicas. El presidente peruano (heredero del inca y del virrey) es visto como portador de todas las virtudes, al momento de su elección; y de todos los vicios, a poco de andar en el gobierno. A diferencia de lo que ocurre en la economía, esta personal ización del poder sí “chorrea” fuerte hacia abajo, contagiando de caudillismo y de privatismo al conjunto de las instituciones. En épocas de demandas sociales intensas, el presidencialismo introduce una rigidez que impide todo cambio de orientación gubernamental y favorece los “golpes de Estado” callejeros (como ha ocurrido en Argentina, en Bolivia y más de una vez en el Ecuador).
Es curioso cómo, en privado, la mayoría de los dirigentes políticos están a favor de parlamentarizar gradualmente el régimen de gobierno. Pero, en público, se declara que no hay nada que hacer, debido a que la peruana es una cultura presidencialista. Claro que lo es. Pero es también una cultura autoritaria. De manera que sostener el hiperpresidencialismo con este argumento de la cultura tradicional sólo nos lleva a defender el autoritarismo y combatir a la cultura democrática.
Para que en el próximo gobierno no volvamos a reclamar infructuosamente la separación de funciones entre Presidente y Primer Ministro, bien podría pactarse ahora, antes de las elecciones, el contenido y los mecanismos para una cabal reforma constitucional. Si los partidos peruanos han logrado suscribir un pacto ético electoral, unas políticas de Estado a veinte años plazo y un pacto de mediano plazo por la inversión y el empleo digno, ¿por qué no un pacto constitucional?
Fuente: La República
Fecha: Jueves 12 de Mayo de 2005